Una ampliación con alma: por qué Albania importa para el futuro de Europa

(ES) Durante años, la ampliación de la Unión Europea pareció haberse estancado. Tras la gran expansión de 2004 - 2013 y el impacto del Brexit, la fatiga se instaló tanto en Bruselas como en los países candidatos. Las discusiones se volvieron técnicas, los informes sustituyeron al entusiasmo y la idea de Europa perdió algo de su impulso moral. Pero bajo esa superficie de cansancio, siguió latiendo una convicción: la integración europea no es solo una cuestión de estructura, sino de propósito.

Ese propósito vuelve hoy a cobrar relevancia. Con la guerra en Ucrania, la inestabilidad energética y la competencia global, la ampliación ha regresado al centro de la política europea. Sin embargo, esta nueva fase no puede limitarse a una lógica defensiva. Si la ampliación se convierte únicamente en una herramienta geopolítica, la Unión corre el riesgo de olvidar lo que la hace diferente: su capacidad de transformar sociedades desde dentro, no solo de alinearlas desde fuera. En Albania, esa dimensión transformadora se mantiene viva gracias a la juventud.

Con una de las poblaciones más jóvenes de los Balcanes, el país cuenta con una generación que, pese a su frustración política, sigue creyendo en el proyecto europeo. Jóvenes activistas lideran movimientos ambientales, campañas anticorrupción y proyectos de educación cívica. Han convertido las calles de Tirana y las redes sociales en espacios de participación y deliberación.

Su compromiso tiene una fuerza simbólica enorme: demuestra que el europeísmo no se impone desde Bruselas, sino que se construye desde abajo. Mientras en algunos países la palabra “Europa” se usa con desconfianza, en Albania sigue asociada a esperanza, movilidad y justicia. La juventud no pide atajos ni promesas vacías: exige instituciones que funcionen, gobiernos que rindan cuentas y oportunidades reales para decidir el futuro.

La Comisión Europea ha empezado a reconocerlo. En los últimos paquetes de ampliación, la participación juvenil aparece como indicador transversal de madurez democrática. La europeización ya no puede medirse solo por la adopción del acquis communautaire o por el número de capítulos abiertos, sino también por la capacidad de los ciudadanos de sentirse parte activa de esa transformación.

En muchos sentidos, Albania se ha convertido en el laboratorio de esta nueva etapa. Es uno de los países más alineados con la política exterior y de seguridad de la UE y ha avanzado significativamente en reformas judiciales y administrativas. Su progreso técnico, sin embargo, convive con desafíos democráticos profundos: concentración de poder, medios polarizados y baja participación electoral.

Y aunque sobre el papel los avances son notables, la realidad cotidiana aún muestra una brecha importante. En materia de derechos de las comunidades LGBTQ+ y políticas de igualdad de género, los progresos legales conviven con resistencias sociales persistentes. Si bien la representación femenina en cargos políticos ha aumentado, muchas mujeres siguen asumiendo una parte desproporcionada del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado. Estas tensiones revelan que la europeización no puede limitarse a indicadores institucionales: también debe transformar las dinámicas sociales que sostienen las desigualdades.

Este contraste resume el dilema europeo. Bruselas valora la estabilidad y la cooperación, pero el riesgo es que la ampliación se mida más por su utilidad estratégica que por su calidad democrática. La adhesión avanza, pero la legitimidad sigue pendiente. Albania ha cumplido gran parte del camino técnico, pero su integración plena dependerá de si logra convertir la europeización en algo tangible para su ciudadanía.

La nueva metodología de ampliación, adoptada en 2020, busca equilibrar exigencia y flexibilidad: los países pueden participar progresivamente en programas europeos incluso antes de la adhesión. Sin embargo, este sistema ha creado una jerarquía implícita donde los socios “útiles” avanzan más rápido. El peligro es que la ampliación se convierta en un instrumento de gestión de riesgos, más que en un proyecto de transformación.

El acuerdo migratorio entre Italia y Albania, firmado en 2023, ilustra este dilema. Bajo la apariencia de cooperación, externaliza parte del control fronterizo europeo fuera del territorio comunitario. Albania gana visibilidad; Italia, control político. Pero el equilibrio es frágil: cuando la cooperación sustituye a la igualdad, la ampliación pierde su alma.

El futuro de la ampliación dependerá de la capacidad de la UE para mantener coherencia entre discurso y práctica. Bruselas no puede sacrificar la legitimidad democrática en nombre de la estabilidad. Si la Unión quiere conservar su poder transformador, debe reforzar la condicionalidad democrática, garantizar la transparencia de los acuerdos bilaterales y ampliar la representación juvenil en la toma de decisiones. Albania, por su parte, tiene la oportunidad de demostrar que la integración europea no se reduce a adoptar normas, sino a renovar la cultura política desde la ciudadanía. Fortalecer la independencia judicial, fomentar la rendición de cuentas y promover la igualdad sustantiva entre mujeres y hombres no son exigencias externas: son pilares de una democracia auténtica.

Europa no puede permitirse una ampliación sin alma. Si la integración se convierte en una transacción estratégica, la Unión perderá su esencia. Albania nos recuerda que la ampliación europea solo tendrá sentido si combina estabilidad con esperanza, y geopolítica con legitimidad democrática. Ampliar Europa debe significar también ampliar la confianza en su promesa: una Europa más justa, más abierta y más humana.

 

(EN) For years, the enlargement of the European Union seemed to have stalled. After the major expansion of 2004–2013 and the impact of Brexit, fatigue set in both in Brussels and in the candidate countries. Discussions became technical, reports replaced enthusiasm, and the idea of Europe lost some of its moral momentum. But beneath this surface weariness, one conviction remained: European integration is not just a question of structure, but of purpose.

That purpose is now regaining relevance. With the war in Ukraine, energy instability, and global competition, enlargement has returned to the center of European politics. However, this new phase cannot be limited to a defensive logic. If enlargement becomes solely a geopolitical tool, the Union risks forgetting what makes it different: its ability to transform societies from within, not just align them from without. In Albania, that transformative dimension is kept alive by young people.

With one of the youngest populations in the Balkans, the country has a generation that, despite its political frustration, continues to believe in the European project. Young activists are leading environmental movements, anti-corruption campaigns, and civic education projects. They have turned the streets of Tirana and social media into spaces for participation and deliberation.

Their commitment has enormous symbolic power: it shows that Europeanism is not imposed from Brussels, but built from the bottom up. While in some countries the word “Europe” is used with suspicion, in Albania it continues to be associated with hope, mobility, and justice. Young people are not asking for shortcuts or empty promises: they are demanding institutions that work, governments that are accountable, and real opportunities to decide their future.

The European Commission has begun to recognize this. In the latest enlargement packages, youth participation appears as a cross-cutting indicator of democratic maturity. Europeanization can no longer be measured solely by the adoption of the acquis communautaire or by the number of chapters opened, but also by the ability of citizens to feel that they are an active part of this transformation.

In many ways, Albania has become the laboratory for this new stage. It is one of the countries most aligned with EU foreign and security policy and has made significant progress in judicial and administrative reforms. Its technical progress, however, coexists with profound democratic challenges: concentration of power, polarized media, and low voter turnout.

And although progress is notable on paper, the reality of everyday life still shows a significant gap. In terms of LGBTQ+ rights and gender equality policies, legal progress coexists with persistent social resistance. While female representation in political office has increased, many women continue to shoulder a disproportionate share of unpaid domestic and care work. These tensions reveal that Europeanization cannot be limited to institutional indicators: it must also transform the social dynamics that sustain inequalities.

This contrast sums up the European dilemma. Brussels values stability and cooperation, but the risk is that enlargement will be measured more by its strategic usefulness than by its democratic quality. Accession is moving forward, but legitimacy remains pending. Albania has come a long way technically, but its full integration will depend on whether it manages to make Europeanization tangible for its citizens.

The new enlargement methodology, adopted in 2020, seeks to balance requirements and flexibility: countries can progressively participate in European programs even before accession. However, this system has created an implicit hierarchy where “useful” partners advance more quickly. The danger is that enlargement will become an instrument of risk management rather than a project of transformation.

The migration agreement between Italy and Albania, signed in 2023, illustrates this dilemma. Under the guise of cooperation, it outsources part of European border control outside the EU territory. Albania gains visibility; Italy gains political control. But the balance is fragile: when cooperation replaces equality, enlargement loses its soul.

The future of enlargement will depend on the EU's ability to maintain consistency between discourse and practice. Brussels cannot sacrifice democratic legitimacy in the name of stability. If the Union wants to retain its transformative power, it must strengthen democratic conditionality, ensure the transparency of bilateral agreements, and expand youth representation in decision-making. Albania, for its part, has the opportunity to demonstrate that European integration is not just about adopting rules, but about renewing political culture from the ground up. Strengthening judicial independence, fostering accountability, and promoting substantive equality between women and men are not external demands: they are pillars of authentic democracy.

Europe cannot afford an enlargement without soul. If integration becomes a strategic transaction, the Union will lose its essence. Albania reminds us that European enlargement will only make sense if it combines stability with hope, and geopolitics with democratic legitimacy. Enlarging Europe must also mean enlarging confidence in its promise: a fairer, more open, and more humane Europe.

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