El fin del paraguas estadounidense y el despertar europeo

Durante décadas, Europa ha vivido bajo un paraguas de seguridad tan amplio y cómodo que casi había olvidado que no le pertenecía. La garantía última de nuestra defensa, de nuestra estabilidad y, en buena medida, de nuestro peso en el mundo, ha dependido del compromiso estadounidense con la seguridad del continente. Ese compromiso, sin embargo, ya no puede darse por sentado. La vuelta de Donald Trump a la Casa Blanca (o la posibilidad de que su visión política siga influyendo profundamente en Washington) supone un recordatorio brutal, si Europa no se toma en serio su propia autonomía estratégica, nadie lo hará por ella.

Trump no inventó el giro aislacionista estadounidense, pero lo aceleró y lo convirtió en una opción política legítima. Sus declaraciones sobre la OTAN, poniendo en duda la defensa mutua y condicionando la protección militar a un enfoque transaccional, son solo la expresión más visible de una realidad más profunda, Estados Unidos ya no mira a Europa como su prioridad estratégica. El foco está en China, en el Indo-Pacífico y en su propio debate interno, y no entraré en un bucle absurdo de valoración sobre si eso es bueno o malo, lo único que debemos saber es que hoy Europa queda para después. Y depender de un aliado que nos mira “cuando puede” es una estrategia tan cómoda como insostenible.

La invasión rusa a Ucrania fue un primer aviso, la imprevisibilidad de Washington es el segundo (y espero que el último) aviso. Europa ya no puede permitirse seguir construyendo su seguridad, su energía y su tecnología sobre la base de la dependencia. La incertidumbre que genera Trump no es solo un problema externo, es un espejo que nos muestra todo aquello que hemos evitado discutir.

En materia de defensa, la OTAN sigue siendo esencial dejando a un lado la histórica creación de esta misma. Pero a la vez es un riesgo estructural: si su principal potencia militar decide que la alianza no es prioritaria, el edificio entero tiembla. 

Hoy , el 80 % de la capacidad militar de la OTAN depende directamente de Estados Unidos.

Europa tiene industrias duplicadas, presupuestos fragmentados, sistemas incompatibles y una cultura estratégica que rehuye hablar de poder duro. Es simplemente insostenible. La autonomía estratégica no significa romper con la OTAN; significa que la OTAN funcione porque Europa es capaz de sostener su propio peso. Sin eso, la alianza no sobrevivirá a los vaivenes de la política estadounidense.

En energía, la guerra de Ucrania demostró el precio de la ingenuidad. Sustituimos la dependencia del gas ruso por una nueva dependencia del gas estadounidense. Europa no necesita cambiar de proveedor; necesita dejar de necesitar proveedores críticos. La autonomía energética (renovables, interconexiones, hidrógeno, almacenamiento) no es una opción ecológica, es una exigencia geopolítica. Es una obligación ver que tenemos una oportunidad para triunfar en la energía renovable en países como España o Alemania.

En tecnología, el diagnóstico es aún más claro. La UE tiene capacidades industriales enormes, talento científico extraordinario y un mercado de 450 millones de consumidores, pero sigue atrapada entre Silicon Valley y Shenzhen. Sin soberanía tecnológica, Europa será siempre un actor regulador, nunca un actor estratégico. La IA, los chips, la nube europea o la ciberseguridad común son pilares de nuestro futuro económico… y de nuestra seguridad democrática.

Esta agenda no debería ser polémica y, sin embargo, en demasiados debates europeos aún se confunde autonomía estratégica con antiamericanismo. Nada más lejos de la realidad. Construir una Europa capaz, sólida y responsable no debilita el vínculo transatlántico; lo fortalece. Una alianza equilibrada es más estable que una alianza asimétrica. Al contrario, la dependencia absoluta genera frustración, desconexión y vulnerabilidad. La autonomía estratégica no es un capricho francés ni una obsesión tecnocrática, es la única manera de que Europa siga siendo un actor relevante en un mundo que no espera a nadie.

Pero el mayor argumento para avanzar no es geopolítico, sino generacional. Para la juventud europea, la idea de que nuestro futuro dependa de quién gane unas elecciones en otro continente es simplemente inaceptable. La generación Erasmus, climática, digital y federalista, no quiere una Europa resignada. Quiere una Europa capaz de proteger sus valores sin pedir permiso. Una Europa que no viva de la nostalgia del pasado transatlántico, sino que construya su propio liderazgo.

El desafío estadounidense es, paradójicamente, una oportunidad histórica. Nos obliga a despertar, a asumir responsabilidad y a superar la tentación de dejarlo todo “para la próxima crisis”. Trump es un recordatorio incómodo, pero útil, nadie va a salvar a Europa si Europa no se salva a sí misma.

La próxima década será decisiva. Podemos elegir entre continuar bajo un paraguas que cada cuatro años amenaza con cerrarse, o construir un techo propio, firme, europeo y democrático.

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