Soberanía digital: La autonomía europea en juego

Europa, forjada en la tensión entre unidad y diversidad, se ha concebido a sí misma como un proyecto político profundamente arraigado en la autonomía y la libertad. Pero en la era de la inteligencia artificial, ese ideal fundacional puede llegar a verse desafiado por una nueva forma de dependencia: la tecnológica. La cuestión que se impone no es meramente técnica, sino profundamente filosófica y política. ¿Puede hablarse aún de libertad —en sentido pleno— si los pilares de nuestra infraestructura cognitiva, comunicativa y decisional se hallan en manos ajenas?

La expansión de la inteligencia artificial ha trastocado los modos en que los ciudadanos acceden al conocimiento, toman decisiones, consumen información y se relacionan con las instituciones. Sin embargo, la mayoría de estas herramientas provienen de entornos geopolíticos que no comparten plenamente el acervo normativo y democrático europeo. Mientras la innovación se concentra en Silicon Valley o – ciertamente, cada vez más– bajo la vigilancia digital de China, Europa corre el riesgo de convertirse en mera espectadora de una transformación que afecta directamente al corazón de su soberanía.

Desde la filosofía política, esta inquietud puede articularse en torno a una distinción clásica: la que trazó Isaiah Berlin entre libertad negativa —la ausencia de coacción externa— y libertad positiva —la capacidad colectiva de autodeterminación racional. Si Europa no desea limitarse a gestionar su dependencia tecnológica mediante regulaciones, debe reivindicar y pelear su papel como sujeto autónomo en el diseño, el desarrollo y el gobierno de la inteligencia artificial.

En efecto, la soberanía digital no es una cuestión secundaria o técnica, sino, en cierta medida, uno de los nuevos nombres de la libertad política. Porque allí donde no controlamos los lenguajes que median nuestro acceso al mundo, allí donde los algoritmos que configuran nuestras cosmovisiones y afectan a nuestras decisiones escapan a toda

deliberación democrática, allí también comienza una forma de servidumbre postmoderna: opaca, silenciosa, eficiente. El reto no es solo normativo, sino existencial.

La desproporción entre lo que somos capaces de producir y lo que somos capaces de imaginar nos convierte en analfabetos morales
— Günther Anders

Anders, lúcido analista del siglo de las máquinas, lo advirtió ya en los años 50. Esta desproporción entre poder técnico y conciencia política atraviesa nuestro presente. Si Europa desea seguir siendo un espacio de ciudadanía activa, no puede limitarse a regular los dispositivos: debe preguntarse, en común, qué tipo de mundo desea construir a través de ellos.

El Reglamento de Inteligencia Artificial propuesto por la Comisión Europea (AI Act) constituye un avance significativo en la regulación ética de estos sistemas. Pero regular no basta. Europa necesita una visión federal y estratégica, capaz de conjugar su patrimonio ético con una política tecnológica ambiciosa. No se trata únicamente de defender derechos, sino de tener voz propia en un momento de pretendida redefinición de lo humano que los discursos en torno a la IA parecen querer inaugurar.

El federalismo europeo, en este contexto, no es sólo una arquitectura institucional: es una ética de la corresponsabilidad. Sin una acción coordinada entre Estados, sin una inversión común en infraestructuras y modelos fundacionales —como podría ser el proyecto Gaia-X—, Europa permanecerá tecnológicamente dependiente y, por ende, políticamente vulnerable.

El poder de la técnica exige una ética que se le iguale en fuerza
— Hans Jonas, "El principio de responsabilidad"

Hoy, ese imperativo se traduce en una tarea política que Europa no puede eludir. La pregunta, en última instancia, es esta: ¿quién decidirá el futuro digital de los ciudadanos europeos? La respuesta exige algo más que regulación; exige valentía política y una renovada vocación de libertad.

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Para mantener una Europa segura, hace falta una Unión de Defensa real